Desde mi corazón

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Lisseth Aguilar

Aún recuerdo el día en que llegó a casa. Sentía una felicidad inmensa al verlo por primera vez; mis sueños de tener un hermanito menor se habían hecho realidad.

Una pequeña sonrisa de ese bebé, de mi hermano Miguel Ángel, llenaba nuestra casa de alegría y dulzura. Sus ojos, sus mejillas y su risa eran tan encantadores. Todos estábamos emocionados por su llegada.

Sin embargo, cuando cumplió tres años, su comportamiento comenzó a preocuparnos, especialmente su forma de caminar y de mostrar afecto. Aunque reconocía a nuestros padres, no podía llamarlos. Nos inquietaba que no mostrara señales de querer hablar como otros niños de su edad. Era diferente, pero ¿eso era bueno o malo?

Para aclarar nuestras dudas, mi madre lo llevó a un pediatra especializado en neurología. Allí lo examinaron y el médico nos dio el diagnóstico: autismo. Inmediatamente, nos llenamos de preguntas: ¿Qué significa eso? ¿Cómo lo afectará?

El autismo —denominado también trastorno del espectro autista (TEA)— es un grupo de afecciones diversas. Se caracteriza por algún grado de dificultad en la interacción social y la comunicación, según detalla en su sitio web la Organización Mundial de la Salud. Otras características que presenta son patrones atípicos de actividad y comportamiento; por ejemplo, dificultad para pasar de una actividad a otra, gran atención a los detalles y reacciones poco habituales a las sensaciones.

El TEA tiene diferentes grados: leve, moderado y severo. ¿Cuál de estos tenía Miguel Ángel? Toda la familia se vio envuelta en un mar de interrogantes, y llegué a ver a mi madre llorar, no por tener un hijo con autismo, sino por la tristeza de saber que su hijo no podía llamarla "mamá".

La situación me llenó de dolor, porque una de las cosas que más me encanta de los niños es cómo hablan con tanta inocencia. Pero me dije a mí misma: "¿Para qué quedarme de brazos cruzados, si puedo ayudarlo con sus terapias?".

Y así fue. Poco a poco lo fuimos apoyando, y Miguel Ángel empezó a aprender muchas cosas. De nuevo, este pequeño nos sacó una sonrisa, aunque esta vez fue una sonrisa nostálgica. Sé que él puede seguir adelante. La experiencia con él ha sido única; hemos compartido momentos de tristeza, melancolía, pero también de alegría y felicidad, viendo cómo ha desarrollado su forma de ser con su familia.

Es una persona especial en nuestras vidas. Con tan solo una sonrisa, me conmueve, me da fuerzas y ánimo para ayudar a otros, especialmente a niños con condiciones especiales. No es para sentirse mal ni pensar que hemos perdido algo, sino para ver cuánto podemos aportar a sus vidas.

Tal vez él no me llame por mi nombre, tal vez nunca diga: "Hermana, te quiero", pero algo que sí puedo percibir es su mirada llena de amor, una sonrisa incondicional que me emociona, y su abrazo que me recuerda que soy su hermana.

De eso se trata: de amar profundamente a una persona, sin importar cómo sea, si tiene o no una discapacidad, su origen, su raza, y mucho menos sus rasgos físicos.

Debemos aprender que estas personas existen y reconocer que son seres humanos como nosotros, que viven en nuestra sociedad, y por lo tanto, debemos incluirlos. Mi hermano tiene una condición especial, pero también tiene un lugar especial en nuestro corazón.

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