Recuerdos varados en el tiempo

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Ángel Rodríguez

Las nubes ocultaban los rayos del sol, mientras el sonido de las gotas resonaba en el frágil techo de madera.

El ambiente parecía reflejar mis emociones en ese momento. Mis ojos, llenos de lágrimas, observaban a mi bisabuela, Eda Espino. Sus palabras, pronunciadas con una voz tan apacible, habían sembrado confusión en mi mente. Esas palabras se repetían una y otra vez, formando un nudo en mi garganta. No podía hablar; solo lloraba de manera desconsolada, sin que nada pudiera calmarme.

—¿Quién eres tú? No te recuerdo. ¿Quién se supone que eres? —insistía.

Fue entonces cuando comprendí que mi bisabuela ya no me recordaba y que, posiblemente, jamás volvería a saber que yo soy su bisnieto. Todos los momentos que pasé junto a ella, el hecho de haber crecido con su presencia, generaban en mí gran nostalgia.

Mientras intentaba asimilar que mi bisabuela sufría de Alzheimer, mi abuela comenzó a hablarme.

—Ángel... Sé que te duele saber que tu abuelita ya no recuerda quién eres —dijo mi abuela, tocando suavemente mi hombro mientras secaba mis lágrimas—. Pero tienes que entender que ya está viejita, y es normal que esto le suceda.

—Abuela, soy débil en todo... ¿Qué puedes esperar de alguien como yo? —respondí—. Mi abuelita Eda ya no sabe quién soy. Lloro porque, para ella, ya no existo. No puedo reaccionar de otra manera... Lo siento, pero no puedo.

—Lo sé, eres como yo cuando era joven. Pero en ciertos momentos debemos abrir los ojos y ver la cruda verdad detrás de una dulce mentira.

Somos los ojos del mundo, los testigos del paso del tiempo; es un don que Dios nos dio. Pero algunos pierden esa visión a medida que los años avanzan. Son recuerdos varados en el tiempo. Esas palabras, y en especial la frase en la que no me reconocía, quedaron grabadas en mi corazón, repitiéndose una y otra vez en mi mente.

A partir de ese momento, gracias a lo que sabía sobre el Alzheimer, decidí adoptar una actitud más paciente con mi bisabuela.

Al día siguiente fui a visitarla, para ver cómo estaba. Nuevamente, sus palabras me inquietaron. Pero no fue porque no me recordara, sino por lo que dijo: “¡Cómo has crecido, mon petit papillon d’Ombre!”.

Su francés seguía siendo tan elegante como la primera vez que la escuché hablarlo. Ella es originaria de Colliure, algo que me llena de orgullo. Recuerdo cuando me contó que, al llegar a Panamá, no tuvo dificultades para aprender español, ya que su comunidad francesa está cerca de la frontera con España.

Volviendo al presente, una gran sonrisa se dibujó en mi rostro lleno de esperanza. Aunque deseara que su lucidez fuera eterna, sabía que era imposible. Tenía que aceptar la realidad tal y como era. Al final, ese es el don que Dios nos ha dado: ver la verdad con nuestros propios ojos.

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